¿Qué pasa cuando una persona muere? ¿Hay vida más allá de la muerte? ¿Se puede evitar la muerte o existe alguna manera de escapar de ella? Todas estas preguntas se han hecho y se seguirán haciendo mientras sigamos viviendo en este mundo.
Las Sagradas Escrituras tienen la respuesta a este enigma, pero desafortunadamente muchos han confundido sus enseñanzas y han dado una respuesta equivocada, afectados por ideas y filosofías que no están apoyadas por la Palabra de Dios. Para tener una idea clara de lo que la Biblia enseña acerca de la muerte, es necesario que entendamos lo que es la vida, cómo se introdujo la muerte en este mundo de pecado, y finalmente el plan de Dios para restaurar la vida en el ser humano.
¿Qué es la vida?
Dios culminó su obra creadora en este mundo creando al hombre a su imagen y semejanza (Génesis 1:26). De la sencilla narración del Génesis sabemos que la vida es producto de la fusión del cuerpo con el aliento de vida que Dios sopló para que se produjera el primer ser humano viviente (Génesis 2:7). El ser humano no recibió el alma como una entidad separada; llegó a ser un alma viviente. Las Escrituras enseñan que el hombre tiene una naturaleza monística, o sea, una naturaleza indivisible, sin entidades independientes viviendo dentro de su ser. El hombre es un alma, no tiene un alma.
Cuando Dios creó al hombre, le advirtió que no comiera del árbol prohibido porque: “el día que de él comiéreis, ciertamente moriréis” (Génesis 2:17). En otro lugar afirmó que el alma que “pecare morirá” (Ezequiel 18:20), y que el alma puede ser destruída en el infierno (S. Mateo 10:28), evidenciando que el hombre no es inmortal. Las Escrituras afirman que el ser humano busca la inmortalidad (Romanos 2:7), sólo Dios tiene inmortalidad (1 Timoteo 6:15–16). Sin embargo, Satanás le dijo a la mujer que no moriría, contradiciendo la declaración divina “ciertamente moriréis”. Esta mentira ha sido aceptada por muchos círculos religiosos que afirman que el alma es inmortal.
La caída del hombre: origen de la muerte
La caída en pecado del hombre introdujo la muerte en este mundo (Romanos 5:12). La muerte es consecuencia del pecado (Romanos 6:23). La muerte es lo contrario a la vida, y las Escrituras describen el proceso de la muerte como el proceso inverso a la vida: “el polvo vuelva a la tierra como era y el espíritu vuelva a Dios que lo dio” (Eclesiastés 12:7). ¿Y qué pasó con el alma?, tal vez alguno preguntará. Simplemente deja de existir porque sus elementos constitutivos se separaron: el cuerpo vuelve a la tierra de donde era, y el espíritu, o sea, el poder vivificante, vuelve a Dios. En ese momento, el ser humano o alma viviente deja de ser. Las Sagradas Escrituras cuando hablan de la primera muerte, la describen como el acto de dormir (Hechos 7:60; 1 Corintios 15:51–52). Ese sueño será interrumpido cuando Jesús venga a resucitar a todos los que han aceptado el plan de Dios para resolver el problema de la muerte. Esta es la única manera en la que Dios promete prolongar la existencia humana.
El plan divino para restaurar la vida
Dios, en su grande amor para con nosotros, no quiso que la raza humana pereciera sin esperanza, e hizo una provisión para que todo aquel que cree no se pierda sino que tenga vida eterna (S. Juan 3:16). Envió a su hijo Jesucristo para salvar al hombre del pecado y de la muerte y “destruir por medio de la muerte al que tenía el imperio de la muerte, esto es, al diablo” (Hebreos 2:14). La solución divina al problema de la muerte es aceptar a Jesús como nuestro Salvador. Con su sacrificio, Cristo ha hecho posible que tengamos nuevamente la oportunidad de tener la vida eterna. “Este es el testimonio: que Dios nos ha dado vida eterna; y esta vida está en su Hijo. El que tiene al Hijo, tiene la vida; el que no tiene al Hijo de Dios no tiene la vida” (1 S. Juan 5:11–12).
La muerte no debe producirnos temor porque con Cristo la muerte ya no tiene poder sobre nosotros. El prometió: “Yo soy la resurrección y la vida; el que cree en mí, aunque esté muerto, vivirá. Y todo aquel que vive y cree en mí, no morirá eternamente” (S. Juan 11:25–26). Cristo fue a preparar un lugar para nosotros (S. Juan 14:1–3), y cuando venga por segunda vez, va a resucitar a todos los que duermen el sueño de la muerte, y va a transformar los cuerpos corruptibles de los que estén vivos en incorruptibles (1 Corintios 15:51–54, cf. 1 Tesalonicenses 4:13–17). Estimado lector, si el dolor y el sufrimiento lo han azotado por la pérdida de un ser amado, que esta promesa lo sostenga hasta el día cuando Dios venga a enjugar nuestras lágrimas y cambie la tristeza en gozo eterno para siempre.
100 extensiones por paquete
Las Sagradas Escrituras tienen la respuesta a este enigma, pero desafortunadamente muchos han confundido sus enseñanzas y han dado una respuesta equivocada, afectados por ideas y filosofías que no están apoyadas por la Palabra de Dios. Para tener una idea clara de lo que la Biblia enseña acerca de la muerte, es necesario que entendamos lo que es la vida, cómo se introdujo la muerte en este mundo de pecado, y finalmente el plan de Dios para restaurar la vida en el ser humano.
¿Qué es la vida?
Dios culminó su obra creadora en este mundo creando al hombre a su imagen y semejanza (Génesis 1:26). De la sencilla narración del Génesis sabemos que la vida es producto de la fusión del cuerpo con el aliento de vida que Dios sopló para que se produjera el primer ser humano viviente (Génesis 2:7). El ser humano no recibió el alma como una entidad separada; llegó a ser un alma viviente. Las Escrituras enseñan que el hombre tiene una naturaleza monística, o sea, una naturaleza indivisible, sin entidades independientes viviendo dentro de su ser. El hombre es un alma, no tiene un alma.
Cuando Dios creó al hombre, le advirtió que no comiera del árbol prohibido porque: “el día que de él comiéreis, ciertamente moriréis” (Génesis 2:17). En otro lugar afirmó que el alma que “pecare morirá” (Ezequiel 18:20), y que el alma puede ser destruída en el infierno (S. Mateo 10:28), evidenciando que el hombre no es inmortal. Las Escrituras afirman que el ser humano busca la inmortalidad (Romanos 2:7), sólo Dios tiene inmortalidad (1 Timoteo 6:15–16). Sin embargo, Satanás le dijo a la mujer que no moriría, contradiciendo la declaración divina “ciertamente moriréis”. Esta mentira ha sido aceptada por muchos círculos religiosos que afirman que el alma es inmortal.
La caída del hombre: origen de la muerte
La caída en pecado del hombre introdujo la muerte en este mundo (Romanos 5:12). La muerte es consecuencia del pecado (Romanos 6:23). La muerte es lo contrario a la vida, y las Escrituras describen el proceso de la muerte como el proceso inverso a la vida: “el polvo vuelva a la tierra como era y el espíritu vuelva a Dios que lo dio” (Eclesiastés 12:7). ¿Y qué pasó con el alma?, tal vez alguno preguntará. Simplemente deja de existir porque sus elementos constitutivos se separaron: el cuerpo vuelve a la tierra de donde era, y el espíritu, o sea, el poder vivificante, vuelve a Dios. En ese momento, el ser humano o alma viviente deja de ser. Las Sagradas Escrituras cuando hablan de la primera muerte, la describen como el acto de dormir (Hechos 7:60; 1 Corintios 15:51–52). Ese sueño será interrumpido cuando Jesús venga a resucitar a todos los que han aceptado el plan de Dios para resolver el problema de la muerte. Esta es la única manera en la que Dios promete prolongar la existencia humana.
El plan divino para restaurar la vida
Dios, en su grande amor para con nosotros, no quiso que la raza humana pereciera sin esperanza, e hizo una provisión para que todo aquel que cree no se pierda sino que tenga vida eterna (S. Juan 3:16). Envió a su hijo Jesucristo para salvar al hombre del pecado y de la muerte y “destruir por medio de la muerte al que tenía el imperio de la muerte, esto es, al diablo” (Hebreos 2:14). La solución divina al problema de la muerte es aceptar a Jesús como nuestro Salvador. Con su sacrificio, Cristo ha hecho posible que tengamos nuevamente la oportunidad de tener la vida eterna. “Este es el testimonio: que Dios nos ha dado vida eterna; y esta vida está en su Hijo. El que tiene al Hijo, tiene la vida; el que no tiene al Hijo de Dios no tiene la vida” (1 S. Juan 5:11–12).
La muerte no debe producirnos temor porque con Cristo la muerte ya no tiene poder sobre nosotros. El prometió: “Yo soy la resurrección y la vida; el que cree en mí, aunque esté muerto, vivirá. Y todo aquel que vive y cree en mí, no morirá eternamente” (S. Juan 11:25–26). Cristo fue a preparar un lugar para nosotros (S. Juan 14:1–3), y cuando venga por segunda vez, va a resucitar a todos los que duermen el sueño de la muerte, y va a transformar los cuerpos corruptibles de los que estén vivos en incorruptibles (1 Corintios 15:51–54, cf. 1 Tesalonicenses 4:13–17). Estimado lector, si el dolor y el sufrimiento lo han azotado por la pérdida de un ser amado, que esta promesa lo sostenga hasta el día cuando Dios venga a enjugar nuestras lágrimas y cambie la tristeza en gozo eterno para siempre.
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